Por Gustavo Friedenberg
Como toda disciplina, el tango tiene una serie de códigos que lo estructuran y rigen, y que hacen que esa danza que vemos pueda ser siempre reconocida como tango. Por fortuna –y no usamos el término en su acepción ligada al azar sino a la de riqueza, como quien habla de algo valioso– artistas como Ollantay Rojas se animan con nuevas preguntas, impidiendo así que el género se cristalice. Mientras que este tipo de indagaciones nos obligan a preguntar por el tipo de objeto con el cual nos enfrentamos, su creador parece haber definido una postura al bautizar su obra con una declaración: Noestango.
Es cierto, el espectador no va a encontrarse con una femme fatal montada en altísimos tacones y entallada en un sugestivo vestido, ni con el pelo abrillantado de un varón en traje de los años ´40; ni siquiera va a encontrarse con una compañía de bailarines ordenados por pares. En cambio se topará con un quinteto que habita la escena proponiendo una tensión permanente causada por el desequilibrio que supone el número impar; y aquí se pide al lector el primer acto de fe: la tensión es siempre un plus en cualquier espectáculo; desconfié si de pronto se halla usted demasiado relajado en la butaca.
De modo que los bailarines son cinco y, en parte, el desafío es encontrar cómo construir ese famoso abrazo siendo cinco los que bailan (es decir, no dos parejas y uno a la espera sino un baile de cinco) y cómo contar y ofrecer sostén a un grupo de otros sin que la danza que ejecutan pierda su espíritu tangueril. Si las coreografías se desarrollan con un vértigo y un tipo de entrelazado que ya puede resultar hipnótico cuando el baile es de a dos, la composición pentagonal lo vuelve un diseño sinuoso al que es imposible dejar de mirar. Segundo acto de fe: no hay motivo para desconfiar de la palabra de los artistas, pero el perfume de esto que construyen guarda las notas esenciales del tango.
Vestidos en conjuntos de dos piezas básicas que sugieren relaciones entre ellos a través de la combinación por color, el diseño de vestuario invita a que asociemos a cada bailarín con al menos otros dos, proponiendo un juego imposible de resolver para aquel que intente emparejarlos. Los bailarines son David Palo, Marcela Vespasiano, Nicolás Minolti, Lisandro Eberle y Milagros Rolandelli; los cinco revelan un dominio impecable de su técnica y sin embargo, no deja de llamar la atención la naturalidad con que habitan la escena, sin que su presencia se imponga como un hecho ficticio y sin despertar la necesidad en el espectador de preguntarse por el código de la pieza, porque aunque no lo podamos nombrar, este se presenta desde el momento cero tan claro como auténtico; entonces, les creemos. Aún si aparece un gesto demasiado exagerado como un llanto, o una secuencia de saltos sin justificación alguna, les creemos. Cuando Vespesiano reduce a todos sus partenaires como si estuviese poseída por el espíritu de una campeona de Judo, o cuando Rolandelli es girada por sus compañeros hasta el cansancio, recordándonos a una emblemática escena de Kontakthof de Pina Baush y la violencia que puede emanar de la repetición de un gesto, les creemos. Tercer acto de fe: creer en los que creen.
Les creemos también, porque se ve a las claras que las preguntas son genuinas y comprometen cuestiones profundamente arraigadas al concepto de dominación implicado en la idea de uno que lleva y otro que es llevado (lo que nos deja inevitablemente situados frente a cuestionamientos sobre género) y que no tendrían el mismo valor si no viniesen del seno de un grupo de artistas que ha dedicado su vida al tango y que se ha ganado el derecho de cuestionar y preguntarse todo lo que le venga en gana. Cuarto acto de fe: hay una curiosa humildad en creer que el rol del arte es sólo el de hacer preguntas, en ocasiones, es capaz de ofrecer también respuestas.
La pieza está plagada de climas y situaciones inesperadas de singular belleza, que en mucho se deben a la presencia del Quinteto Revolucionario: Lautaro Greco al bandoneón, Esteban Falabella a la guitarra, Cristian Zárate al piano, Sergio Rivas en el contrabajo y el violín de Manuel Quiroga que nos pasean por todos los estados anímicos posibles, proponiendo dinámicas musicales que los bailarines capitalizan y con las que dialogan, al tiempo que configuran una ruptura que, seguramente, se haga más evidente para el público aficionado al tango, muy habituado a la división tajante del espacio escénico que reserva un lugar para los músicos y otro para el baile y que aquí desaparece restableciendo un nuevo tipo de armonía. Si el espectador se conmueve, nunca podrá distinguir si esa emoción responde a la simpleza de dos cuerpos que reposan bajo una lámpara o a la música magistralmente interpretada por el quinteto oficial de la Fundación Piazzola que ha sabido ganarse un Grammy Latino. Quinto acto de fe: la emoción es un nutriente y un estímulo de vida, deje que la emoción lo invada.
Ollantay Rojas es un artista joven cuyo nombre se asocia desde siempre al tango, sin embargo su tránsito por otros lenguajes se deja ver en todo lo que hace. Eso le permite dar un giro de 360 grados a algo que se impone con la fuerza de la tradición, sin que el espectador llegue a sentirse incómodo por el sesgo provocador que caracteriza este trabajo: empezando por nombrar su obra con una especie de oxímoron y seguido por una cantidad de sutilezas entre las que destaca el manifiesto que ha impreso para repartir entre el público antes de que entre a la sala. Tal vez, la diferencia entre la forma de cuestionar de Rojas respecto de otros trabajos que se suponen “de ruptura”, es que su provocación no se presenta como un mero acto de rebeldía sino como un gesto de madurez que no trasluce enojo para con las rigurosidades del género que aborda sino, por el contrario, que propone una nueva perspectiva a través de la cual la pregunta logra convertirse en una nueva posibilidad: redefinir aquello que consideramos esencial y construir algo que pueda SER, a partir de lo que NO ES; esos son actos de fe.
Noestango se presenta en cuatro únicas funciones los martes a las 20hs (hasta el 13 de Septiembre) en El Galpón de Guevara: Guevara 326.
Actualizada el 4 de septiembre de 2022