En la Ciudad Cultural Konex, en una única función, se presentó el mes pasado Horda, espectáculo con dirección y coreografía de Rhea Volij, que anunció su reestreno para el mes de agosto
Como raíces de naciones, los puntos de partida suelen ser oscuros o, más bien, suelen oscurecerse para dar luz a aquello que lo hegemónico decide como fundacional. En nuestro caso, y haciendo caso omiso a las naciones que había, lo que pasó a llamarse República Argentina e instalarse como “la Nación”, arrasó oscureciendo lo que se estigmatizó como salvaje: la indiada.
Sabemos que, en nuestro país, se instituyó una noción de nación oponiendo una, así llamada, barbarie a una, también así llamada, civilización (que no era otra cosa que engancharse al furgón de cola del concepto civilización occidental, eufemismo por dominación de potencias europeas y de Estados Unidos).
La dicotomía sarmientina (que viajaba en aquel furgón de cola), la dualidad irreconciliable postulada como civilización-barbarie en el Facundo, echó raíces en nuestros vaivenes culturales. Extrañamente, lo otro estaba en medio de nosotros. Las indiadas, esas comunidades que se caracterizaron como salvajes, ya que no eran civilizados al uso de la postulación llamada occidental. Y, concomitante con la hegemonía local, y para nada extrañamente, lo otro fue aniquilado. Las campañas al desierto argentino, desierto poblado por esas naciones indias, por esos pueblos originarios, ganaban tierras eliminando lo otro, unificaban territorio a la vez que abolían al diferente. Sabemos que los batallones de frontera de esas campañas estaban integrados, en su mayoría, por morenos. En un mismo acto se desaparecían indios y negros y se “conquistaban” leguas.
Esa raíz, aquello que se llama autóctono, fue sometida, segregada, quebrada, destruida. Todo tipo de “armas civilizatorias”, balas y bayonetas, penetraciones religiosas e idiomáticas, espinillo, enfermedades, sirvieron a los fines de hacer la república.
Y, esa raíz, padeció.
Ese padecimiento, eso es Horda. Rhea Volij reunió imágenes y construcciones de cuerpos y movimientos para dar cuenta de esos sufrimientos, especialmente ahondando en las huellas que nos tocan. En la obra se ve, sin que se muestre como anecdótico, el arrasamiento. Secuencias que remiten al malón y su extinción, al dominio que se impone a esos grupos, a la enfermedad y el hostigamiento, se suceden, sin solución de continuidad. Fragmentos de dolor y el enfrentar estoicamente el sino aciago componen una panoplia coherente: esos cuerpos, esos indios, estuvieron ahí y ahí quedaron como polvo en la tierra.
En función, sobre la contundencia de la apoyatura musical en vivo (Jazmín Ortiz Ares), los intérpretes (Daniel Daverio, Malena Giaquinta, Ignacio Litvac, Ana Laura Ossés y Tamia Rivero) ofrecieron tramos de acción y de baile con variaciones de esfuerzos, máscaras en la gestualidad, construcciones ricas en matices, contrastes y cadencias que plasmaron un fresco que, sin jugar a un relato histórico, sintetizó e iluminó zonas oscuras de nuestros orígenes.
Horda, poniendo en danza una muestra de lo que fue, alcanza el valor de lectura crítica del trabajo hegemónico de políticas económicas y militaristas que se instalaron para la invención de nuestra Argentina negando raíces, negando lo otro aquí.