Capturar la atención de los mini-millenials, fascinarlos con un espectáculo de ballet clásico sin concesiones oportunistas, es la maravilla de la Alicia en el País de las Maravillas que presentó el Teatro Colón el mes pasado
El coreógrafo Alejandro Cervera “la pegó” con una puesta que se dirige a los niños sin caer en lugares comunes, fáciles, pedantes, del mainstream cultural [1]. Sin intenciones moralizantes, sin transcripciones pasadas por el filtro de la ética protestante con la que los pulpos globales intoxican la infancia con sus modelos fijos.
Allí estaban casi todos los personajes creados por Lewis Carroll e inmortalizados por el Disney de la cultura industrial de masas del siglo XX. Casi todos, porque curiosamente el adoctrinador Gato de Cheshire está ausente. Cervera prefirió quitarle centralidad con un recurso narrativo original: lo escondió en una manada de gatos de presencia efímera. ¿Qué habrá querido decir? Las lecturas ideológicas son tentadoras, pero seguramente erráticas desviaciones producto de los anhelos de este cronista. En todo caso es destacable que la Alicia de Cervera se dirija a personas y no a estereotipos de sujetos con capacidades cognitivas recortadas. No trata a los niños como adultos, pero no los engaña.
Por otra parte, la obra, concebida desde la inteligencia, habilita una lectura que otorga centralidad al tiempo. O el Tiempo, con mayúscula. Un tiempo vital, que pasa, y que depende de la percepción. Un tiempo subjetivo, experimental incluso. Y una percepción que puede ser alterada (con hongos y cigarrillos, que “no hay que fumar” pero cuyas “volutas” afectan felizmente la percepción de la Oruga, brillantemente interpretada por Paula Cassano).
El tiempo de la melancolía abre y cierra el cuento de Carroll. El mismo autor se ha ocupado de resaltarlo en su prólogo y cierre. Sería ingenuo creer entonces que Cervera juegue con el tiempo (ese tiempo chicle de las pinturas de Dalí, que está presente en un cuadro de la Alicia del Colón) “de casualidad”.
La puesta general es coherente, las interpretaciones profesionales y convincentes (destaca sin dudas la Alicia de Luciana Barrirero, quien sorprende a los niños cuando descubren que la bailarina, fuera de escena, no es una niña) a la altura del marco institucional imponente del Teatro Colón.
Los efectos visuales ópticos, tradicionales, y su aplicación bien teatral aportaron volumen a la calidad de las interpretaciones. El Sombrerero (Jonatan Cruz Da Silva), el Lirón (Lucas Clemeno) y la Liebre (Nancy Villalobo) ofrecieron los condimentos de brillo a la arquitectura total. Un detalle menor, aunque atractivo, es la elección del intérprete del Conejo. Por fisicalidad y contraste con Alicia, podría decirse que Dalmiro Astesiano “desentona”. Lejos de un conejillo, está más cercano a un atleta ruso. Son ese tipo de atonalidades discretas que parecen guiños disonantes del coreógrafo, diversidad con la que enriquece su texto.
El refuerzo con niños del Instituto Superior de Arte del Colón (ISA), cumplió la tarea de normalizar la relación de los estudiantes con la escena y el público, y aportar a la obra la frescura y cercanía con la audiencia. Hay en aquel conjunto, sin duda, materia prima valiosa que lleva la marca del sistema de producción de talentos del ISA.
La escenografía y vestuario jugaron bien sobre motivos de las ilustraciones originales del propio Carroll, y su relación dinámica con la luz favoreció la narración que propuso Cervera.
Nuevamente el tiempo (problematizado, relativizado, lisérgico) se cuela, ralentizado, en el primer plano del relato, en la escena del baile de naipes durante el juicio al que es sometida Alicia por la Reina de Corazones -interpretada por un imponente Adrián López travestido. El relator estuvo bien coacheado. Su actuación facilitó discernir los dos niveles de su relato: el del narrador en tercera persona y los fragmentos actuados de diálogo entre personajes.
La puesta resulta un hit también porque supo introducir elementos familiares a la cultura cotidiana sin ceder a las presiones de lo peor del mainstream. La Reina de Corazones de Cervera es visualmente semejante al personaje siniestro del film de Tim Burton de 2015. El menú impiadoso de carne de tortuga fue reemplazado por carne de vaca argentina, bailadas por delicadas bovinas Holstein criollas conjugadas con flamencas que recuerdan a Carmen.
Alicia cumple, finalmente, el doble objetivo de entretener, y de contrabandear pedagógicamente criterios de alta cultura, de calidad y de profesionalismo, a una audiencia que se está formando.
Es una expresión, de cierta manera, de contra-poder, una llama en el fondo de un túnel (cultural) muy oscuro.
Asignaturas pendientes
Asignatura pendiente I: sólo dos funciones.
Asignatura pendiente II: ¿y el resto del país?
Explicaciones debe haber de por qué esta puesta fue explotada de manera subóptima en sólo dos funciones.
Generaciones de ciudadanos argentinos han aportado directa e indirectamente a este resultado. El Teatro Colón, con su edificio y su personal es un capital “nuestro”, conclusión de años de esmeros, de una tradición, de una cultura corporativa.
Los ciudadanos entonces queremos recuperar esa inversión de generaciones.
Y los administradores están en sus cargos para hacer que los ballets bailen. No para ensayar excusas. Los bailarines se tienen que quejar del dolor de pies por exceso de uso. Debería haber filas de niños buscando su selfie con Alicia, todos los días.
¿Por qué no se presentó Alicia cada día de las vacaciones de invierno? ¿Por qué no sale de gira por todo el país? Ese debería ser el norte de las políticas culturales, incluso con una visión estrecha, economicista y mercantilista, tan afín a los nuevos vientos del cambio.
[1] Para ser precisos, se trata de la reposición de la obra estrenada en el Teatro General San Martín de Buenos Aires en julio de 1998; su versión para el Teatro Colón, en julio de 2013.