El Teatro General San Martín resucitado, apostó a un programa de riesgo en sus primeras vacaciones escolares de invierno tras volver del silencio

 

El programa escogido “para niños” fue a un tiempo homenaje y demostración de que el arte puede (debe) cumplir con las funciones de entretener y de estremecer hasta inquietar. A diferencia de la Alicia en el País de la Maravillas que se ofreció en el Teatro Colón (ver nota aparte), la célebre El Niño y los Sortilegios, en la versión de Oscar Araiz, encaja “apenas” en la clasificación de teatro infantil que propone el mercado cultural.

Es una obra protagonizada por un niño, creada hace casi un siglo, apenas terminada la Primera Guerra Mundial, la más mortífera y cruel de la humanidad (medida en cantidad de fatalidades per cápita y en el alcance de la experiencia traumática a casi toda la población humana) cuyos efluvios rescata el maestro de bailarines y coreógrafos argentinos, se diría, sin piedad.

Fue concebida como una ópera y su argumento encomendado a la escritora Colette que lo completó en 1916 aunque Maurice Ravel recién la musicalizó en 1925. Desde aquella gestación hasta ésta reposición, la celebridad de la pieza le debe mucho a la fuga a Occidente de artistas rusos, bien capitalizada por el principado acomodaticio de Mónaco. La obra, que Ravel quería en el molde de las operetas norteamericanas, fue fecundada en su momento por Balanchine y un elenco de bailarines y músicos escapados de la Rusia zarista y del terror bolchevique.

Aquella alquimia primigenia amarró naturalmente en el puerto Araiz-Ballet Contemporáneo del Teatro General San Martín (BCTSM) por primera vez en 1995 (reposición a su vez de una puesta suya de 1989 en Ginebra, Suiza).

La presente reposición coreográfica, a la que aportaron también Andrea Chinetti y Miguel Ángel Elías, sumada una impecable presentación escenográfica-video-lumínica (Romina Del Prete, Nahuel Sauza, y el gran Roberto Traferri) hicieron que esta conmocionada pieza “para grandes” (porque fue concebida como la fantasmagórica fantasía punitiva de una madre moderna, crispada por la maternidad y con deseos de venganza sobre su crío irreductible) tuviera una recepción igualmente positiva por padres (tíos, abuelos) e hijillos.

Ciertamente, sin una interpretación dinámica y de excelencia, la empresa no hubiera llegado a buen puerto. Y una extensión de tiempo superior a los 50 minutos tampoco hubiera logrado el efecto de contener la atención siempre dispersa de los pequeños. El BCTSM preserva, contra viento y marea (contra cierres sempiternos de salas de teatro) en sus bailarines la magia de la línea Ana Itelman-Araiz-Wainrot.

Imposible resulta separar el contexto del sentido final de L’enfant et les sortilèges: Fantaisie lyrique en deux parties, en su versión doméstica.

De alguna forma fue un bautismo lleno de significados. Para quienes conocemos el Teatro Municipal General San Martín (así se llamaba antes de que la pedantería porteña se hiciera letra constitucional y la Capital Federal pasara a ostentarse “autónoma”) desde la década del setenta, la inacabable obra de puesta en valor del edificio cumplió con su cometido. Por fin la sala está tal cual era (una meta conservadora que ante la eternización de la construcción, y la amenaza real de acabar como el vecino Teatro Alvear, debe ser saludada como un logro revolucionario).

Para subrayar el componente identitario del nuevo/viejo TMGSM, los programadores del liliputido Complejo Teatral de Buenos Aires decidieron nuevamente “volver al pasado”. Deben ser felicitados. En nuestra esfera cultural todas las utopías refundacionales terminan en alboroto efímero. Entonces, mejor reparar un teatro, que cerrarlo. Algo de lo que sí somos capaces cuando queremos “cambiar” las cosas.

L’enfant que se presentó en julio fue un volver a las raíces que hicieron del ballet y del Teatro San Martín una expresión de las vanguardias culturales, hoy, pretéritas (vintage). Preservar aquella tradición y patrimonio cultural es lo más vanguardista que se le puede pedir al presente.

 

Por la cerradura

El valor simbólico y colectivo “glocal” (global y local, universal y argentino) de L’enfant de Oscar Araiz también estuvo en la sala. Muchas de las figuras más representativas de aquellas vanguardias y que aún llevan la “marca” del arte contemporáneo nuestro convertido en acerbo universal, se hicieron presentes en el reestreno.

Mauricio Wainrot, ex bailarín y director del BCTSM, actual Quijote diplomático de la cultura argentina en el exterior; Renata Schussheim, vestuarista de la versión y socia artística de Araiz de larga tradición; Alfredo Arias, el actor, director, escritor, gajo del árbol beat argento trasplantado tempranamente en Francia y recuperado “más luego”; Milena Plebs, representante de una de las dos experiencias de hibridación exitosas con el tango que dio el BCTSM (la otra fue el Tangokinesis de Ana María Stekelman); Eugenio Scavo, programador del espacio Amijai, siempre asociado a sus cuatro décadas al frente de la relaciones institucionales del Teatro Colón.