En la versión de Rudolf Nureyev, Raymonda, la célebre obra rusa de 1898, regresó a la capital austríaca, con puesta en escena de Manuel Legris, director del Ballet de la Opera de Viena y Jean Guizerix
Raymonda, condesita provenzal del siglo XIII, espera con sus amigas Clemence, Henriette y dos trovadores, el regreso de su amado Jean de Brienne, caudillo implicado en una Cruzada. Pero las puertas de la ciudad son sitiadas por un ejército sarraceno cuyo jefe, Abderachman, busca el amor de Raymonda proyectando raptarla. Luego de un sueño devenido en pesadilla donde el querido y el beduino se intercambian, la protagonista despierta y, poco antes de ser raptada, es rescatada por Jean de Brienne -recién regresado-, quien reta a duelo a Abderachman, causándole la muerte, y recupera a su prometida. En presencia del Rey Andrea II se celebra la fiesta de boda de los dos enamorados en estilo húngaro. Esa visión romántica del amor cortés medieval, que había estado menospreciado, es un recurso puro que el exigente y octogenario Petipa utilizó para juntar en el escenario toda la madurez pomposa y experta de un género, el ballet clásico, que estaba llegando a su decadencia en la Rusia ya preparada para el cambio.
Lo que hay que valorar en Raymonda no es la lógica de la narración sino el perfecto equilibrio estilístico y estructural. Cada acto representa un cofre, en el que se suceden pantomima, jerarquías y vocabulario clásico mezclado con influencias folklóricas, otorgando entereza y balance visual. En buena medida hay que agradecer a Rudolf Nureyev la difusión en occidente de este clásico.
Raymonda fue el primer ballet que Nureyev reelaboró en Europa, produciendo hasta cinco versiones diferentes. La última, aquella parisina de 1983, fue la elegida para esta puesta en escena del Ballet del Estado de Viena. Como todas sus coreografías, resulta muy exigente, con una connotación encendida, de combinaciones de pasos, que muy frecuentemente van en detrimento de la interpretación.
Un ballet tan arduo pone a prueba al cuerpo de baile entero, que en este caso salió con la cabeza bien alta: precisión, unísono y sentido del grupo nunca fueron olvidados; tal vez más sangre húngara en las danzas de carácter hubiera rendido contrastes aún más marcados.
En la noche del 14 de abril, la última de esta producción en la temporada 2017/2018, Clemence, Henriette y los trovadores (A. Fiocchi, E. Bottaro, T. Hayden, A. Vandervelde) brillaron por su frescura en un intercambio de entrechat y juventud. Denys Cherevychko, fue muy valorable en el rol idealizado del guerrero cruzado, sembrando cierta deportividad a Jean de Brienne aunque en buena medida la coreografía sea menos interesante comparada a la de los trovadores. Eno Peci y su Abderachman fueron impecables: incisivo como sólo ciertos bailarines de raza pueden serlo. Qué decir de Maria Yakovleva, Raymonda; al cabo de la función dio la impresión de que podía comenzar nuevamente. Ninguna incertidumbre técnica, con confianza en sí misma lograda minuto a minuto, cerrando una función radiante.
La partitura de Glazunov, a veces casi wagneriana, fue encomendada a Kevin Rhodes, quien junto a la orquesta, revivió la riqueza cromática de un joven autor que entonces heredaba el rol que había pertenecido a Tchaicovsky. Vestuario y escenas de N. Georgiadis y luces de J. B. Read fueron particularmente eficaces en el segundo acto sarraceno: un soplo de especias orientales en la suntuosidad del Medioevo francés.