Quizá “la felicidad”, ese supuesto estado de satisfacción completa, no se da por sí sola y deba hacerse algo en pos de ella. Quizá lo que deba hacerse sea alguna elección. Pero “la elección”, y también quizá, sea sólo una hipótesis metafísica, es decir, irrealizable
En el Galpón de Guevara se estrenó La Trampa del Paraíso Perdido, con dirección y coreografía de Patricio Diego Suárez y Rhea Volij. En julio sigue en el Centro Cultural de la Cooperación.
El espectáculo, partiendo de la inducción lingüística que sugiere su título, instala una referencia contextual al paraíso, ese ámbito utópico de felicidad. Pero, “ámbito utópico” es oxímoron: “ámbito” remite a lugar; “utópico” a no lugar. Esa aparente contradicción expone deseo: querer ese allí que no tiene allí. Así las cosas, podría decirse que el paraíso es el agujero negro que se chupa todos los oscuros objetos de deseo. Y, sin embargo, se desea, y se comenten incluso engaños para llegar al goce que el deseo promete. ¿Qué elegir para lograrlo? Algo con el cuerpo parece ser la respuesta que propone La Trampa del Paraíso Perdido.
La obra emplaza un dispositivo escénico simple: algunos paneles metalizados para un marco semicircular al fondo y, a un lado, algunas frutas y pasto. Aparece una bailarina (Volij), a la que luego se suman otras dos (Popi Cabrera y Malena Giaquinta), las tres igualadas en imagen, casi anónimas, semidesnudas, ataviadas con shorts de látex de tiro alto, rodilleras, coderas y en algún tramo zapatos de taco ancho, algunas partes de piel pintadas y los pezones censurados, todo en negro, con el cabello recogido (vestuario y maquillaje: Silvia Zavaglia).
Las intérpretes evolucionan, a lo largo de la pieza, presentando cuerpos y actitudes que cruzan movimientos, actos, gestos y sucesiones que van del tratamiento segmentado y articular a combinaciones ricas en ondulaciones, pasando por contrastes y matices de esfuerzo, dinámicas que oponen quietudes, transiciones lentas, otras abruptas y hasta expresiones enérgicas y violentas. Lo más característico es que estas construcciones corporales, a veces simultáneas, se dan en repeticiones de las diversas secuencias a modo de una suite sin solución de continuidad. No se exponen momentos de satisfacción. Aunque no llevan a la aniquilación de todo esfuerzo e intento, la tónica dominante es mostrar la insistencia en intentar logar algo “placentero” y fracasar continuamente, como si se impusiera que elegir por lo mejor o lo satisfactorio es imposible, en tanto que una auténtica elección sería aquella que puede escoger entre todas las posibilidades y, en donde se está (donde están las intérpretes: no un paraíso), sólo se pudiera optar entre algunas pocas cosas o actos. Y de ello se siguiera que repetir, mecánica y ciegamente, aquello que parece adecuado para acercar la felicidad es lo único posible, incluso conociendo su destino de frustración y desengaño.
En función, las tres intérpretes mostraron notables manejos de detalle y precisión en sus performances, manteniendo un alelamiento en sus semblantes pese a los intensos esfuerzos que por momentos atravesaron, dando así lugar a una expresión más rotunda y general de cierta condición (humana) de desesperanza constante.
Si, como escribió Marcel Proust: “El único verdadero paraíso es el paraíso perdido”, La Trampa del Paraíso Perdido afirma que ninguna tramoya, ardid o trampa nos regresará al jardín de las delicias, ese no lugar del que fueron expulsados Eva y Adán.